viernes, 17 de julio de 2009

Elegantiásica indulgencia
Me toco. Me toco con los dedos aguados de tanto tocar el callo que desde mis manos cayó hasta el fieltro de sus pechos. Pero jamás, óigase bien, jamás sospecho que su encuentro sea verdadero, más bien intuyo (¿o advierto?) que está ahí puesta, para mí, por el capricho de algún bicho lisonjero. Mapeando-antojando les cuento lo que el bicho puso para mí; una averiada isla de montañas labiales, ocasos erectos, un nalgar impenetrable y un fluido que se me antoja seduccionable con cada nueva expedición, que sin excepción, más bien sin acepción, necesita de la culminación para que se geste la diversión. Diver-sion, diver-sion. Pero mi esparcimiento no termina aquí, porque (re)creo con su recuerdo cada inmersión, aún cuando nos separe un abismo de objetos sin objeto. ¿En qué estará pensando? Entonces le con-verso.
¿Estás pensando en mí? ¿O en mí sin ti? ¿O en ti sin? ¿O solo dejas de pensar cuando me escuchas a mí?
Ese mí que tanto me suena a falsete, a mentirete, a conmemorete y me detiene para pensar en los que están y los que no. Atrás atrasando se quedaron y los de adelante delatando están, menos ella, o su figura regurgitada, que tan en la nada esta, a la espera de quien sabe qué cosa, en un limbo. ¿Y qué tal si invento una limboadora?, por lo menos así podría preparar una limbonada para esta sed que me mata, acompañada quizás de una sentencia cebada y un pan óptimo. Pan-óptico. En fin, cualquier cosa que rime con el hambre y el hombre. ¡Que se los robe! Y me deje a solas con la afonía de la sola sinfonía de mi encuentro con su cuerpo. Un director de orquesta ladrón, o mejor que eso un flautista que erradique a los roedores y se quede sin más que la armonía de su música. Como yo, que no tengo más que palabras sin letrear o letras sin parrafear. Un caos de sucesos, una monotonía, o más obsceno que eso, una cacofonía lineal (de seguro en algún lugar existe un Pancho que bautizó cacofono a este ser tan difícil de explicar). Y para no dejar dehelado nuestro rostro maternal, sugiero que sea Eufonía el nombre de este cuerpo celestial; la cosmonauta que en su asta lleve la bandera de la perversidad. Canéforas porosas en las que las gónadas puedan juguetear y nuestros deseos dispersar:
arrodillado engominado sodomizado encuartelado psicodélico-acostado
apoltronado, astillado y hasta crucificado. Como si no fuera poco paroxismo el enredijo de este silogismo que más bien parece un espejismo, perdón, un laberinto del que ni el Borges mismo podría salir vivo, pero al que Gutiérrez, con su trópico aliciente pondría frente con su aliento pestilente. Pesti-silente, ¿será este el equivalente para una vida tan elocuente? Podríamos preguntarle al autor de la efusión permanente. Que sea Heráclito el que nos oriente, porque quién si no el desmiente lo que en este escrito está presente, aunque la verdad este torrente a mí ya me ha bañado unas cien veces. Pero basta ya de metonimias que solamente nos desvían de lo que aquí se consigna y que por poco se me olvida; la penuria de La escritura (¿ah?), que si bien no rima por lo menos si nos incita a pensar en la letra mal escrita como la zorrilla que en las noches nos instiga con sus tetas mal inscritas, y ni hablar del abdomen secular que ha logrado estimular hasta al mismo sacristán.
Ahora tenemos que enfrentar, afrontar, el aviso de algún mundanal, el medio aviso más bien o más mal porque no vi bien o no vi más que un “salida”, que lejos de asustar lo que hace es exit-ar al sereno que esta acá esperando que sus letras no se vallan a escapar, porque sabrá dios hasta dónde puedan llegar. Con este problema de inseguridad nominal, que por poco termina con el flautista del que les hable más atrás, que bastante infectado esta por la triste enfermedad del que poco puede imaginar. Incomparable quizás con el insoportable malestar que me produce el recordar, con cada parpadear, a la señorita lineal que no me deja terminar, por lo menos no sin antes aclarar que yo también necesito descansar.
Agarrando camino
Martica
Pues miré usté imagine que después de las ocho la niña ya estaba dormida, como un angelito, toa abrigaita, porque eso sí aquí hace un frío que ni que le cuento, una noche a mi mario le tocó echar candela a toda la leña de la casa, disque pa calentar un poquito los huesos, pero ni así el frío se nos metió y ni dormir pudimos esa noche, es que en este pueblo las cosa siempre son así, fría, por eso es que yo me quiero ir bien lejos, agarrar mis cosas y echar camino con mi marido y la niña pa que estudie y tenga mejor vida que la nuestra, es que si le contara, desde chiquitica mi papá me puso a trabajar, primero con él, en la zapatería, después en cualquier cosa usté sabe a una le toca rebuscársela como sea además yo ya estaba crecidita y ni pa los zapatos me alcanzaba ¡¡já, já, já, já…!!. Perdone usté en qué íbamos es que con tanto alboroto es que tengo a los dos chiquitos de mi hermana, Adalgasia, esa sí que es una mujer, sacar paelante a los niños, sola, porque ese marido que tenía quería ser disque escritor drogadipto es lo que era ese sinvergüenza, Adalgasia lo conoció en la ciudá cuando salió con el trabajo es que ella era secretaría de un señor importante, antonces fue cuando llegó Pepe y ¡júas! la enamoro, al ratico llego Adalgasia encintá y se jue con el tal Pepe el resto usté se lo imaginará, pa no aburrilo, en qué íbamos, ya, en la niña, pues imagine usté que me ha salió lo más de atenta no molesta pa nada, no señor, si hasta me colabora con los platos y el aseo y a raticos limpia la carpintería del papá es que el papá es carpintero, pero bueno, después le cuento del papá, ¿Epsigente?, no, pa nada, si mantiene lo más de calladita y hace caso en todo, hasta camina como grande y eso que solo tiene ocho añitos pere no más se la llamo pa que vea lo bonita, Marta!! Venga rápido que hay visita!! Usté perdonará de seguro está ocupada es que es tan juiciosa, pero bueno, pa no aburrilo le cuento que mi marido tiene una platica ahorrada, usté sabe, pa lo del viaje y la niña es que ya me veo montá en esos buses grandotes, ¿verdá que la ciudad es bonita?, pues claro como no lo va ser, si allá es donde vive toitica la gente importante pere no más a que mi niña sea importante pa eso es que me quiero ir, yo quiero que sea médica, yo quería ser medica, en el pueblo todos decían que era buena pa eso, si me la pasaba curándole las heridas a los trabajadores, así fue como conocí a Guillermo mi mario, si viera el semejante golpe que se dio en la pierna, pero bueno ya ve como son las cosas. Por eso es que yo siempre le digo a Martica Martica termina las tareas, a veces se me pone necia, pero al final siempre hace caso o si no llega el papá y ese sí que la pone en su sitio, es que ese señor se gasta un genio se podrá imaginar usté que un día rompió una silla de la pura rabia todo el trabajo de un día perdio, y por qué, por puro cascarrabias es que ese Guillermo salió igualito al papá, caprichoso, serio y colorao, ah, es que este pueblo los hombres son coloraos coloraos debe ser por el sol o por el viento aunque aquí entre nos yo creo que lo colorao es por la cervecita, es que este pueblo no hay nada que hacer los niños jugando y los adultos trabajando y cuando no, están toiticos en la tienda del Antonio, pa eso trabajo me dice siempre mi Guillermo, y pues si, pa qué trabaja la gente si no es pa eso, pa divertirse aunque ya van a ser como tres años que yo no salgo es que toca ahorrar usté entiende porque aquí donde me ve yo era tremenda cuando joven, eso salíamos la Dora Josefina Adalgasia y yo, nos escapábamos de las casas y agarrábamos pa el otro pueblo, Dora era la más atrevida si una vez hasta se quedo a dormir en la casa de… cómo es que se llamaba de… de Joaquín un muchacho que llevaba rato acosándola, eso sí, no valla usté a pensar que yo era como ella no señor yo salía solo porque en mi casa no nos dejaban ir a fiestas, es que en esos tiempos todo era distinto como tranquilo, ahora es que las niñas salen cuando quieren y después se quejan porque llegan encitaas como le paso a Adalgasia, mi hermana, ya le conté que los niños son de mi hermana…sí ya le conté es que con tanto alboroto, a propósito, no se quiere tomar alguito en la cocina tengo alguito de café que sobro del almuerzo, pa que se caliente, Martica!! traiga café y saluda a la visita!! Cómo dice que se llama es que con tanta habladera ya se me olvido Martica!! qué paso con el café el señor está esperando!!, es que no le digo dotor los hijos son un cuento de nunca acabar.

Pa lo que necesite
Si señorita es que la ciudá puede ser más cruel de lo que imagina y se lo digo yo, Ezequiel González, que paso por la pior de las rachas por confiao y eso que no valla usté a pensar que llegar a esta ciudá fue fácil mucho menos que haiga por ahí gentes buenas, no señorita la gente buena viene de otro lado de lejos como usté y como yo aunque la gente cree que yo ya no soy bueno pero es que señorita que iba aser yo que ni leer sepo y pa rematar no termino de entender como es que es el negocio por acá claro que yo llegué con una idea porque en el pueblo el negocio iba lo más de bien y a mí que me entra el afán de espandir y me largo pa la ciudá pero ya ve nada es como lo pintan y con lo ilusionao que yo llegue si hasta se imaginará que vendí el negocio y con eso me compre una casita ca la puse bonita y limpiecita porque eso si señorita mi mamá siempre nos decía que uno puede ser pobre pero no cochino así que la arregle y me puse a buscar a las muchachas como ninguna de las pueblo se quiso venir con migo toiticas se quedaron con el José el nuevo dueño del negocio ¡ah! es que hasta vendí el negocio pa venime paca al principio ninguna quiso trabajar es que señorita en la ciudá la gente es perezosa toitico lo quieren mascao, y no, a mi me enseñaron que pa comer hay que sudar pero aquí ninguna quiera sudar así que me toco ponerme juerte como mi papá hasta que me conseguí unas muchachas eso si me toco enseñarles de todo y si viera lo flaquitas que estaban es que eso si señorita lo que yo hice fue purita caridá menos mal que mis compadres me las mandaron paca así nos ayudamos entre todos y ahora me toca disque pagar un poco eplata no ve que los dotores de la ciudá son lo mas de esigentes que todo nuevo que todo limpio si lo importante es que el servicio sea bueno que lo disjruten o no señorita lo bueno es que pagan más y como las muchachas ya están buenesiticas bueno eso jue hace ya como cinco años que me dio el arrebato de la ciudá ahora toy mejor si se imaginara que ahora el negocio tiene seguridá es que eso es lo otro señorita la inseguridá pero no se me atortole señorita que eso usté se termina por acostumbrar ta lueguito señorita y no se olvide que si no se logra acostumbrar Ezequiel González pa lo que necesite nomá.
Eccehomo

Se llamaba Eccehomo, y su mujer lo obligaba a usar sombrero, un largo abrigo y fumar de una pipa tan gigantesca y negra como sus dientes, incluso le enseño un par de frases en latín, que repetía como un loro cada vez que el calor de las conversaciones aumentaba, o llegaba alguien nuevo al grupo. Diem perdide, cuando todos guardábamos silencio, ad perpetuam rei memoriam, cuando los más viejos humeantes y meantes dejaban la sala, ars longa, vita brevis, cuando los más jóvenes dilucidaban exageradas y simples explicaciones sobre la vida y su sentido. Sus frases, por lo general inoportunas, sonaban como sentencias irrefutables, casi como un adiós clerical, pues su esposa también le enseñó que son los hombres entregados al Señor los que más temor y desconfianza producen, quizás por eso optó por el latín, y no por una lengua más cercana y empalagosa, como el francés, o más brusca y llama, como el inglés. Sí, el latín siempre es bueno cuando viene de un rostro de barbas largas y unos fríos ojos al pronunciar, y si a esto le sumamos el rostro de los presentes con el término de cada frase; algunos, por lo general los más jóvenes, absortos en lo que les parecía una enseñanza fulminante, en parte porque no entendían, otros, los que sabíamos lo que estaba diciendo, asombrados al punto de la resignación por el descaro y seguridad con que lanzaba cada frase.
A Eccehomo lo conocí el día de mi llegada al grupo. La tarde anterior un compañero de clase me hablo de las reuniones que se venían celebrando ininterrumpidamente desde hacía años en casa de la señora Beatriz, esposa de Eccehomo, anciana y triste dama que parecía confundirse en sus incontables antigüedades y que festejaba la importancia de los espíritus libres desde la seguridad de su casa, tras la barrera que imponía su taza de té. A mi llegada, el asombro fue inmediato, irrefrenable. Encontrar en medio de esta mole de edificios y asfixias algo así como una logia inglesa del siglo pasado me pareció sorprendente, irreal, diría yo, de no ser por la palmada que mi compañero me asestó tras mí largo silencio, infantil silencio. Todos llevaban vestimentas tan extrañas como sus formas; largos abrigos de piel, vistosos sombreros, guantes aterciopelados y pipas cuyas exageradas formas fálicas lograron apartarme buena parte de la conversación. Jamás recordé lo que se discutía tan violentamente aquella tarde, lo que jamás olvidaré es el rostro de Eccehomo. Perdido en una maraña de cabello cenizo, como a la búsqueda de un paraje hermoso en la distancia, inmóvil, gigante, llenando su pipa con frenética ansiedad, ausente, a excepción de los momentos en que su esposa lo traía a la conversación con un sutil pellizco, obligándolo a parpadear y terminar la charla con unas de una de sus tan sorprendentes como inoportunas frases.
Mis visitas a casa de Doña Beatriz se hicieron más frecuentes cada vez, incluso comencé a contar con el apoyo de algunos cuando exponía una de mis ideas, siempre arrebatadas por la figura estática y tenaz de Eccehomo, perdida tras el humo, la única razón real de mis visitas. Cedí, les di confianza y ellos me la entregaron a mí. No falto mucho para que una tarde la señora de la casa de levantara soberbia y me entregara una pipa que eyaculaba un fino humo negro, yo acostumbrado al tabaco simple de los estudiantes, diciendo en tomo maternal lo mucho que le alegraba la llegada de nuevos vientos al grupo. Petrificado, así quedé tras mi evidente y formal inclusión en lo que más bien parecía un zoológico de animales fantásticos, abstraídos por el tiempo y sin mayor preocupación que la de gastar sus fuerzas en apasionadas disertaciones tan coloridas y rebosantes de imaginación que ni a un niño se le podrían achacar. Todos, a excepción de Eccehomo, que reposaba humeante junto a su esposa, ajeno a los gritos, a las apariciones, seco, preso en su pipa y barbas, resucitado por los pellizcos de su dama.
De eso hace ya muchos años. De los colores, las tazas de té interminables, la promiscuidad de las pipas, los sobresaltos fantásticos, imaginados, la voluptuosidad del humo y sus formas no me queda más que un mutismo que resguarda alerta los seres que para mí inventé y que un sutil pellizco duermen cada tanto.
La primera decepción
1
Faltaba poco para las cinco. Las vacaciones habían terminado y el recuerdo que comenzaba a esfumarse reaparecía seguro y limpio en mi cabeza. El rostro de mi madre se asomaba mágico en un rincón de la habitación. Eran las cinco. La figura de lo que para mí siempre fue una doncella se acercaba lista a despertarme con caricias estremecidas y tiernas, evitando el sobresalto, resguardando mi ingenuidad. Un beso en la frente un traspiés a la niñez.
2
Jamás confié en mi padre, en la virgen sí, la que concedía cuanta cosa pidiera mi madre. Así que le pedí, y ella respondió. Nunca más lo vi, al fin estuve solo con mi madre. A solas con ella. Acariciando el cielo, mimando mi cuerpo, imaginando lo feliz que sería si fuera yo mi padre. Llegaría cada tarde de la escuela con un regalo nuevo; un dulce de melocotón, algodón de azúcar, una ficha nueva para el álbum, quizás un vestido para ella y un sombrero para mí. Entregaría todo lo que tengo a cambio de un infinito despertar a las cinco, con un beso en la frente.
3
A diferencia de los otros niños, yo esperaba ansioso la llegada del primer día de clases. Las vacaciones con mi abuela eran horribles. Sus labios eran secos, fríos, como los de un muerto, bueno, por lo menos así los imaginaba. Por eso nunca le pedí a la virgen por ella. Mi madre la quería y mal haría yo en cometer errores por impaciente. Mi madre odia a los hombres impacientes. Sí, sus labios eran como de muerto.
4
Al fi me decidía. Contaría todo a mi madre, le propondría cambiar de casa, vender mi cama. Seriamos felices. Gaste todo mi dinero en algodón de azúcar y estampitas de la virgen, ¡como le gustaban!, aún recuerdo la paciencia con que las limpiaba y reorganizaba con cada rezo. Envalentonado y serio llegue a casa, pero su rostro ya no era el mismo, estaba feliz, y no por mí. Al fondo, en la sala, u hombre que me pareció regordete y sucio observaba paciente las fotos sobre la cómoda. Hijo, al alguien a quien te quiero presentar. El algodón de azúcar resbaló por el suelo, las estampitas cayeron, lentas, como hojas, sobre mis pies. Agache la cabeza, aquellos ojos parecían recriminarme. Di la vuelta y fui a mi habitación.

miércoles, 15 de julio de 2009

El plato de sopa

Nada me resulto más sencillo que romperle la cara de un golpe. Uno seco, fulminante, como los que solía repartir cuando en el colegio alguien se atrevía a burlarse de mis manos; ellas tan grandes, tan largas, tan desnudas, lo digo porque parecían no tener nada más que una delicada capa de piel recubriendo un duro y fino hueso. Al final se lo merecía. Nadie osa burlarse de mí, mucho menos de mí comida. El golpe lo derribó, postrándolo justo detrás de la mesa en la que el plato de sopa se tambaleaba inseguro en el borde. Una sopa hirviendo que ahora tendré que tomar, pues desde que los periódicos se enteraron de de mi última creación, ¡ummm, plato exquisito!, ya nadie viene a comer, siquiera el viejo del 302, que parecía tener el ombligo adherido al espinazo de lo flaco que estaba. Ahora tendré que tomar esta sopa, después de lo mucho que me costó quitar el pellejo y la suciedad de este último apéndice. Horas cortando, pelando, limpiando la sangre, para que un don nadie vega y diga que mi sopa es repugnante. Por eso lo derribe, porque estoy harto de oír comentarios insensatos sobre mi comida. Que lo que hago es enfermizo, que llevé las cosas demasiado lejos, que debería meterme preso o terminar de matarme, que lo uno, que lo otro. Lo único enfermizo aquí es que hablen así de mi comida, ¿es qué acaso no comen? Al fin y al cabo nadie dejaba de burlarse de mis manos. Sí, por eso lo derribe.
Entremés

Sobre la mesa están sus manos,
frías, largas, austeras,
como queriendo atrapar lo que de mí queda en el plato.
Hastiada, y sin embardo ávida del entremés que sus manos ponen sobre la mesa.
Estira el dedo índice ensangrentado y comprende que son mis labios lo que el rostro de sus manos quiere acariciar.
Ya no queda más, solo labios
Piel pintoreteada y dedos prestos a tragar.
Nuestra inquisición

Al inquisidor fue llevada una mujer,
acusada de no entender que las caricias propinadas a su vergel, lejos de la candidez, pronto llevarían a la avidez a todo el que sus faldas quisiera ver.
Ante semejante acusación, la dama contestó que sus manos solo obedecían al señor.
Fue entonces cuando el inquisidor, aprovechando que la dama no dio el nombre de su señor,
Que prosiguió, sin mayor contemplación, a desposar la mano, que de repente comprendió, había sido enviada para el cuidado de su baja insatisfacción.